por ima go! 2 diciembre 2018
A puertas de la última campaña del año – crucial para muchas marcas, empresas, emprendedores, clientes, entidades financieras y la propia economía del país – y en medio de los deberes para el 2019, nos propone en IMA GO! conversar acerca de conductas y hábitos difíciles de romper y sobre todo complicados de identificar y aislar. En esta ejercicio, recogemos este artículo de Albert Vinyals, experto en psicología del consumo de la Universidad Autónoma de Barcelona, quien analiza cómo funciona nuestro cerebro cuando el amor y el gasto van de la mano. Da para el debate y la conversación.
No podemos parar a pensarlo. Como mucho, podríamos dejarlo para el último momento.
Más o menos así nos sentimos todos en estos días previos a las fiestas de Navidad, pero Albert Vinyals, profesor de psicología del consumo en ESCODI, sabe exactamente lo que ocurre en nuestro cerebro en estos momentos: “Notamos una presión mediática y de nuestro entorno que nos dice: ‘demuestra lo que sientes con regalos'”.
Entre los adultos es posible, para los niños es distinto. En mi familia, por ejemplo, pagamos entre todos un fin de semana en una casa rural. Nos regalamos algo que nos sienta bien y nos gusta. Hace tiempo que nos cansamos de los regalos del compromiso.
“En los escáneres cerebrales se ve que el pico de placer se da justamente antes de pagar”
Por estas fechas el consumo se viste de amor, generosidad, solidaridad.
Como se ha visto desde el ámbito de la psicología, lo que nos hace más felices es compartir. Las experiencias hedónicas, el placer, nos gusta mucho, pero la felicidad se mantiene en el tiempo cuando damos a los demás. Las campañas navideñas dan en el clavo en eso: hacen que te sientas obligado a regalar para demostrar tu amor a los demás.
Toda una generación sabe que la felicidad pasa por poder abastecerse de todos los productos que se deseen. Los futbolistas son la imagen del éxito: gente que se puede comprar un súper coche y una súper casa. La felicidad pasa por poder disfrutar de estas cosas. Y luego, ¿quién soy yo? Yo soy lo que tengo.
Estamos expuestos a una media de 350 anuncios al día y a unos 3.000 mensajes publicitarios, ya sea el logo de una marca del teléfono móvil de alguien que viaja en el metro o el de su camiseta. Es un lenguaje que aprendemos continuamente, y estamos expuestos a muy pocos mensajes críticos: nadie propone pensar dos veces antes de comprar, o decrecer el consumo.
De entrada, haber crecido en la sociedad de consumo te hace bilingüe o trilingüe. Además de la lengua materna, hablamos el lenguaje del consumo.
No solo por eso. El consumidor conoce una media de 3.000 nombres relacionados con marcas. Por ejemplo, sobre los lácteos, una media de 150: Bífidus Activo, Lcasei, semidesnatada, Vitalinea. Pues bien: los lingüistas creen que con 1.500 palabras te puedes desenvolver con un idioma, y hablarlo con unas 3.000 a 5.000.
Si lo comparamos con el lenguaje que tenemos de las plantas…Yo siempre hago la prueba con mis alumnos. Primero decimos nombres de lácteos hasta que nos cansamos. Luego abro la ventana, miramos los árboles que hay en el patio y si no son pinos o cipreses, no saben qué árboles son.
“Haber crecido en la sociedad de consumo te hace bilingüe o trilingüe. Además de la lengua materna, hablamos el lenguaje del consumo”
En los escáneres cerebrales se ve que el pico de placer se da antes de pagar: cuando estamos a punto de poseer el objeto es cuando más dopamina segregamos. Es lo mismo cuando lo ponemos en el carrito de la compra online.
Una vez hemos pagado va bajando el placer, a veces baja hasta llegar a infelicidad y arrepentimiento: “No lo necesitaba, se me queda en el fondo del armario, mi cuñado ya lo tenía, el nuevo modelo sale en dos meses…”
De mil formas. Tenemos un montón de distorsiones cognitivas. Las decisiones son principalmente emocionales, tanto si eliges a tu pareja o un coche. Tú dices que lo eliges porque te gusta, la razón te sirve para justificar la compra, pero lo que nos da el empujón final son las emociones.
Mostrar mi identidad, tener reconocimiento social, aumentar la autoestima, compensar una semana terrible…
Todo se acelera cada vez más y la identidad ya no es fija, como lo era la de mis abuelos. Ellos vivieron siempre en el mismo pueblo, tuvieron la misma pareja hasta que morir, el mismo trabajo toda la vida…les era muy fácil definir su identidad, y el consumo era básicamente supervivencia.
Para gran parte de la sociedad la vida es mucho más dinámica. Cambiamos de todo continuamente, lo único fijo que sirve para identificarnos es el consumo. Decir quién soy yo en base a o que tengo. Si te fijas, las marcas más potentes son las de consumo social, con las que nos mostramos a los demás: ropa, móvil, coche, marca de cerveza…
En los escáneres cerebrales se ve que el pico de placer se da antes de pagar
Desde que la sentimos es real. Si nuestra identidad pasa por el consumo, al cambiar mi consumo también modificamos la forma en que nos mostramos a los otros.
Es la atracción por la novedad, por lo último. Uno de los motores de la sociedad de consumo es el ir creyendo que las cosas pasan de moda. Cuando les pregunto a mis alumnos quién tiene un móvil con más de tres años, sale uno y porque se le ha roto la pantalla del suyo y la están reparando. Es decir, no hace falta que su móvil deje de funcionar, es suficiente con que le digan que el nuevo está mucho mejor. Es lo que se llama obsolescencia percibida.
Solo es real en algunos productos, no es tan habitual. Con la ropa sentimos que ya no se adecúa a los colores, tendencias y cortes que se llevan. No me sirve para definir mi identidad, estar a la moda, ya no me da placer. Eso hace que nos sentimos impulsados a consumir. Aquí viene la infelicidad basada en el consumo.
Tener mucho donde elegir nos hace más infelices porque tenemos más opciones para fallar. Ir a un restaurante con cuatro platos en el menú es distinto a uno de veinte. Si lo aplicamos a todas nuestras opciones de consumo, hay una presión constante por actualizarnos.
No compramos algo porque sea muy barato, sino porque el precio rebajado da bienestar. Nos hace decir aquello de “Yo no soy tonto”, he tomado una buena decisión. Esto siempre se había dado, pero con la crisis, al menos en España, nos hemos obsesionado mucho con buscar y comparar: es lo que se conoce como Smart Shopper. Es una conducta muy habitual incluso en personas que se lo pueden pagar.
“Si consumimos a que contaminan y explotan a sus trabajadores, tendremos un futuro contaminado y con explotación laboral”
Con un clic lo tienes, no dejas de tener un dinero en tu bolsillo. Es una compra menos reflexionada. Si eres dueño de un negocio es más fácil que te encuentren, pero también llega un cliente te enseña el precio que encuentra en internet y te dice que eres caro. El cliente no recuerda que la tienda online no paga alquiler del local, ni los sueldos, ni las facturas.
En Estados Unidos el 65% de lo comprado en Navidad termina en la basura. Los muebles de casa de mi abuela tienen 100 años, los míos se hinchan cada 5 años. Las implicaciones son insostenibilidad y trabajos precarios en toda la cadena de producción. Que una camiseta valga tres euros, cuando se necesitan 2.000 litros de agua para fabricarla, no tiene sentido.
Va creciendo el número de personas conscientes. Países como Alemania o Francia no han sufrido una crisis tan fuerte como la española y hay más gente que está disminuyendo su consumo. Tienen un mayor poder adquisitivo y decrecen, o gastan mas en menos cosas, por ejemplo en productos ecológicos, o hechos en su país.
“Países como Alemania o Francia no han sufrido una crisis tan fuerte como la española y en cambio hay más gente que está disminuyendo su consumo”
Sentimos que no podemos hacer nada, o que es inútil, pero porque el consumo responsable no es uno de nuestros valores centrales.
Para la mayoría de los consumidores el motor de compra se resume en 4 elementos: cómodo, rápido, útil y que tenga un precio bajo. Puedo saber muchas cosas de una empresa, pero a la hora de comprar, dices, “no me lío, aquí lo encuentro y es barato, no me voy a poner a buscar en quince tiendas”.
En cambio, si es un valor central para mí, esa información me va a poder más que la compra. Ocurre lo mismo con los partidos políticos: este partido es corrupto, pero lo voto porque me parece el menos peor.
Ocurre algo curioso: tanto a los consumidores concienciados como a los que no lo están les molesta el lavado de cara de algunas marcas. Cuando una marca decide transmitir que es ecológica, no se lo creen ni los menos concienciados. Les da igual. Mientras sea barato ya va bien.
Luego está la validación social: si todo el mundo compra allí, creemos que no importa que yo deje de hacerlo, cuando en realidad los cambios empiezan por esos gestos locales que empiezan a influir en el entorno.
Si consumimos a que contaminan y explotan a sus trabajadores, tendremos un futuro contaminado y con explotación laboral. Al final tiene más impacto que un voto porque los gobiernos no pueden llevar a cabo grandes cambios, pero la empresas están interesadas en satisfacer a los consumidores.
Hay algo claro: si nuestra felicidad se basa en el consumo, es imposible alcanzarla. Siempre vamos a necesitar más. Si te compras un carrazo, verás que hay otros carrazos. Y si tienes el mejor carro del mundo, será mejor tener dos que uno.
Fuente: https://www.playgroundmag.net